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Literatura Latinoamericana

ANDRES BELLO. UN RAYO DE LUZ PARA AMÉRICA 
Marzo 16, 2009 por Néstor Pereira 

El dolor de la patria perdida ha sido una constante en la literatura venezolana, pues, como diría Rómulo Gallegos, al referirse a Venezuela “la patria que echa a sus hijos niños y los conoce ancianos”.

Don Andrés Bello, el otro gran maestro del Libertador, también murió en lejanía, en medio de altivas araucarias y afectos araucanos, con el recuerdo de la patria en el alma. “En mi vejez – decía - repaso con un placer indecible todas las memorias de mi patria. Daría la mitad de lo que me resta de vida por abrazaros, por ver de nuevo el Catuche, el Guaire. Tengo todavía presente la última mirada que di a Caracas desde el camino de la Guaira. Quién me hubiera dicho que en efecto era la última?  

En estos momentos me encuentro en la biblioteca de Don Andrés Bello en Santiago. Y he venido a nada, si dialogar con él es nada. Esos libros que colman los estantes son de verdad; esa vetusta silla de rector está plena de recuerdos; y esa egregia figura allí sentada no es ficción. Cuando sus dos manos no le fueron suficientes para regalarme la historia de su vida, tuvo que buscar las mías para llenarlas de amor por la humanidad, por su país. Y allí están esos desgastados libros, numerados, catalogados, ordenados; pero sobre todo, manoseados y amados, que es como los libros deben estar. La biblioteca de mi paisano, además de libros está hecha de él, de su sabiduría, de su personalidad. El anciano se me acerca y copa en mano, y a propósito de la cercanía de la Navidad me sirve un cola e´mono, la vaina que les echó a los chilenos.

Esta biblioteca también está hecha de silencio, y de soledad y de recuerdos. Voy y paso la mano por los libros polvorientos y escarbo su silencio. Y aparece el joven Bello lanzando su última mirada desde lo alto de la empinada cuesta por donde serpenteaba el camino de recuas a la Guaira, hacia el valle verdiazul, con sus bucares arrebolados, donde quedaba Caracas, con sus coloridas tapias y sus rechonchos campanarios. Iba hacia el jamás volver. Aquella ciudad indiana había sido hasta entonces un recoleto paraíso de lentas dichas infinitamente matizadas, pero con una efervescencia interior volcada tiempo después en las acciones independentistas. Allí, Bello era testigo de las tertulias literarias que celebraban en sus casas los Ustáriz y los Bolívar, donde aquel inquieto Simón vivía sorprendiéndolos a todos con las inesperadas narraciones de su vida y de sus viajes. No eran menos sorprendentes las intervenciones de Bello con sus poemas originales y traducidos que le granjearon el apodo de Cisne del Anauco. Ya era  Bello, con su fama de estudioso y de inteligentes salidas, el más considerado y oído.

Era todavía un niño y ya conocía el latín como pocos canónigos. Realizó una carrera universitaria llena de distinciones y recibió el título de Bachiller en Artes y luego hizo estudios de Derecho pero no tuvo interés alguno en obtener el título. Aprendería por cuenta propia el inglés y el francés; y en los conciertos de música sacra o profana opinaba con buen tino, gracias a la enseñanza de su padre don Bartolomé Bello, que tocaba con gusto algunos instrumentos. La fama de sus estudios se extendía entre todos los pobladores de aquella pequeña villa. Se le consultaba, se le oía, se solicitaba su concurso para todas las iniciativas culturales e intelectuales, y hasta llegó a impartir clases al futuro Libertador, clases frecuentemente interrumpidas por la incomprensión de ambos temperamentos. Así se fue condensando su condición espiritual, cuajando su vida en los moldes definitivos de su inmensidad interior y de su serena sabiduría. El aprecio creciente del entonces Capitán General de la Provincia de Venezuela, don Manuel de Guevara y Vasconcelos hacia el joven pensador, lo hace realizar funciones públicas, hasta llegar a desempeñarse como Oficial Segundo de de la Secretaría del Gobernador de Caracas.

Viene el 19 de abril de 1810, se constituye la Junta de Caracas, y la plebe ebria de su primera hora de libertad arrastra por las calles empedradas los retratos del Rey. Los jóvenes mantuanos, en alas de una conspiración que estuvo a punto de fracasar, lanzaron al viento las mil lenguas de la calumnia. Entre sonrisas de incredulidad o de complacencia, muchos se hicieron eco de la repugnante infamia que señalaba a Bello como el delator de la conspiración.

La pluma de Uslar Pietri escribe que “la maldad de algunos y la mezquindad de muchos, incubadas al calor del estrecho recinto de aquella sociedad que vivía del juego mortal de su propio espectáculo, colmaron la medida de la amargura para Bello”. Parecían querer complacerse en hacerle pagar en tortura moral los aplausos que habían tenido que tributarle a su talento. Allá va Bello, camino del puerto de La Guaira con dirección a Londres, acompañado de Bolívar y López Méndez, a cumplir la sagrada misión encomendada en pro de la libertad de su país. Llevaba consigo su trabajo concluido “Análisis ideológico de los tiempos de la conjugación castellana”, considerado por muchos como el más innovador de sus estudios. Vivo como el primer día, Bello conservó el dolor de aquella herida sobre la que habían escupido hiel. A ella aludió, con el pudor de su grandeza en varias ocasiones, y en su poesía se repite a distancia el desdeñoso perdón de quien no pudo olvidar.         

De nuevo en la biblioteca, tiendo la mano sobre un copioso estante y deletreo los nombres. Muchos nombres que tienen detrás un hombre y un recuerdo. No hay palabra en la vida que renuncie a la vida. Y hay vida en estos nombres que quieren fecundar el hombre.

En Londres, los guardianes del British Museum, que pasan silenciosamente junto a su habitual mesa de trabajo, lo conocen bien. Es mister Bello, un caballero de un país suramericano llamado Venezuela, que desde hace diez y siete años visita asiduamente la rica biblioteca. Allí, el hombre de traje raído y de dignidad insoslayable, va a mascullar diariamente sus dejos de pobreza, de abandono y de soledad.

Largos años pasan por su vida en Londres, de trabajo angustioso pero productivo. Aprende griego, hasta leer en original a Homero y a Sófocles; dedica años a elaborar el meritorio estudio sobre El poema del Mio Cid, que le permite descubrir el nacimiento del romance castellano por segmentación del cantar de gesta. La imperativa necesidad de comunicarse con su América le hace reanudar sus actividades periodísticas que ya había iniciado en Caracas. De esa necesidad y del deber de forjar la conciencia de estos pueblos saltan los tipos de la imprenta convertidos en la Biblioteca Americana y el Repertorio Americano.

La guerra en su país se había desatado con violencia y los escasos sueldos de su Secretaría no llegaban o llegaban a retazos. La duda de su regreso le martillaba en mitad de las horas grises y frías. Qué hacer? Qué podía ofrecerle aquella tierra agitada y desgarrada por la guerra? Y qué podía ofrecerle un hombre de paz y sosiego como él, a la tierra necesitada del valor del guerrero? Lo fundamental de su espíritu, la raíz de su cultura, la imagen inmortal de su alma colectiva la iba recogiendo y fortaleciendo en cada jalón de sus escritos hasta convertirlos en libros cargados de amor a su tierra. De ese amor nacen sus silvas  Alocución a la poesía y La Agricultura de la zona tórrida. En la Silva, se ve el carácter didáctico de la poesía sabia, por sobre el que flota, sin embargo, una dolorosa melancolía, una suprasensibilidad muy del autor, muy americana, que le da alas al poema. Nada más profundo y melancólico y más acabado en la ejecución que este fragmento en el que Bello pinta el incendio del bosque sobre cuyas cenizas se trabajará después el campo labrantío:

 

De la floresta opaca: oigo las voces,

siento el rumor confuso; el hierro suena,

los golpes el lejano

eco redoble: gime el ceibo anciano,

que a numerosa tropa

largo tiempo fatiga:

batido de cien hachas, se estremece,

estalla al fin, y rinde el ancha copa.

Huyó la fiera: deja el caro nido,

deja la prole implume

el ave, y otro bosque no sabido

de los humanos va a buscar doliente…

¿Qué miro? Alto torrente

de sonorosa llama

corre, y sobre las áridas ruinas

de la postrada selva se derrama,

el raudo incendio a gran distancia brama,

y el humo en negro remolino sube,

aglomerando nube sobre nube.

Ya de lo que antes era

verdor hermoso y fresca lozanía,

sólo difuntos troncos,

sólo cenizas quedan, monumento

de la dicha mortal, burla del viento.

 

La Alocución a la poesía abunda en sentimientos felices, en descripciones armoniosas de la naturaleza americana, en pinturas del carácter de sus amigos caídos en la contienda. La invocación a Caracas, sumida entre los escombros del terremoto es de una belleza cautivadora, a pesar de lo dura de la descripción.

El mismo año en que Boves, a la cabeza de sus feroces jinetes, anegaba en sangre y fuego a Venezuela, Bello contraía nupcias con una inglesa del norte y de la niebla: Mary Ann Boyland. Y vinieron los hijos aún con la pobreza y la estrechez a cuestas. Y la patria cada día se hacía más remota e inaccesible. La escasez lo sigue persiguiendo y atenazando con su infinita cauda de humillaciones y amarguras, que no lo deja dedicarse de lleno a sus estudios y a su obra. Más tarde enviudaba; y justo se libraba la batalla de Ayacucho en tierras de América cuando se casa de nuevo; esta vez con Isabel Dunn. Y vienen nuevos hijos, esperanza de su estirpe. Pareciera que su destino era el de marchar agobiado bajo el peso del destierro. Por eso se aferra con tanta ansiedad a lo que ha podido llevarse consigo: la ciencia, la literatura, la lengua y la imagen de América.

En esta biblioteca donde estoy los muebles son escasos. Pero son decidores. Y hacen su propia historia. Los ficheros están donde alcanza el brazo y se muestran como invitando a hojearlos. Y aparece nuestro hombre que con queda voz interior lee los mutilados versos donde fulgura el resplandor de la lengua castellana, la pasión de una raza que es todavía suya; alza la cabeza y fija la vista en los altos ventanales empañados de niebla. Está envejecido y refleja cansancio. Las arrugas, las canas y la calvicie no han destruído la bella nobleza de su rostro, ni la honda serenidad de aquella mirada azul que parece posarla sobre las cosas sin prisa pero también sin esperanza.

En su largo penar, Bello va ahora a aquellas tierras perdidas en las playas australes del remoto Pacífico. Aquel Santiago aislado y pueblerino, al que entró Bello en pleno invierno, debió añadir más amargura a aquella casi desesperada determinación que lo llevó a irse de Londres. Pero Chile es parte de aquella América a la que ha consagrado su devoción entera y para cuyo servicio se había estado preparando desde la primera hora de su iluminada adolescencia. Bello se refugia con fervorosa dedicación en el estudio de la lengua cuyo fruto es, en primer término, sus Principios de ortografía y métrica de la lengua castellana, y luego, su Gramática de la lengua castellana, regalo que lastimosamente hoy casi no tiene seguidores.

El sabio que fue Bello, el hombre que supo desarrollar en su vida y en su obra una cultura integral y armónica, irá apareciendo a lo largo de su diario quehacer en su nuevo suelo de América. Bello constituyó la piedra angular de la Universidad de Chile de la cual fue rector vitalicio. Porque Bello fue un filósofo que en su “Filosofía del entendimiento” condena al empirismo, asienta las bases críticas de la filosofía del entendimiento y la filosofía de la moral. “La filosofía – dice Bello - es en todos sus ramos lo mismo que la Física y la Química, una ciencia fundada en hechos que la observación registra y el raciocinio demostrativo fecunda”. Porque Bello fue un artista que nos cautiva por su concepción de lo estético en función del arte a través de la delicadeza de su sentido crítico. Una clara noción de “lo bello”; una lógica construcción del medio de lograrlo, “el arte”, eran la base de su actividad literaria. Porque Bello fue un pedagogo que desarrolló en su labor docente, claros conceptos sobre los problemas educacionales y un sistema ordenado de enseñanza. Función pedagógica y ética la suya, su magisterio es una tarea encaminada a transmitir conocimientos, a adoctrinar con el mejor ejemplo, a unir lo útil con la alta majestad del espíritu. Porque Bello fue un filólogo revolucionario y creador, renovador y salvador al mismo tiempo, de la unidad lingüística. Estudió desde su raíz las ciencias relativas al lenguaje; y si por lo general no escribió sobre ellas sino con intención didáctica, de sus diversos tratados puede deducirse la estructura integral de sus ideas filológicas. Porque, finalmente, Bello fue un jurista que levantó en el Derecho Privado y en el Derecho Internacional, las más claras bases de la organización jurídica de su América. Es larga la lista de trabajos que sobre derecho escribió el pensador. Acompañando a su acción didáctica, escribió sobre derecho Romano, Derecho Internacional, derecho administrativo, culminando con la redacción del Código Civil chileno.

Refugiado en lo que ya nadie podía arrebatarle, en la forma más alta y perdurable de su patrimonio, Bello llega a cumplir plenamente su misión de servidor del espíritu y de la civilización.

Chile crece y se densifica a su alrededor y se va pareciendo a su ansiado, poderoso y sereno sueño de grandeza. Un generoso calor de gratitud lo rodea y lo halaga. Helo allí sentado, como en un trono, en su vitalicio sillón de Rector de la nueva universidad de Chile. Junto a su majestuosa serenidad de roca fundadora pasa la marejada de la pugna de “pipiolos” y “pelucones”, y ruedan como el trueno, las lejanas conmociones que sacuden los pueblos de América. Ya no será más el desterrado. Bajo su sombra benéfica crece vigorosa la cultura chilena. Hijos del espíritu le nacen de su tarea sin tregua, mientras que a la luz de su enemiga estrella va viendo morir uno a uno los hijos de su carne.

Cuando Venezuela se desangra en el caos de la guerra federal, y un trágico porvenir de confrontaciones intestinas se cierne sobre tierras de América, los ojos sosegados de quien se dijera fue el libertador cultural de estos pueblos, se van cerrando, después de tanto ver, de tanto esperar, adormecido en el rumor de la lengua que une a sus americanos en una abierta patria común. Era un 13 de octubre de 1865.

Han pasado las horas y va cayendo la tarde vestida de gris. Dos amplias hojas de la puerta de entrada de la biblioteca pausadamente se van cerrando como para decirme adiós. Adentro queda Bello, viéndose a sí mismo frente a su mesa de trabajo. Sólo tengo en mi mano un libro en cuya página abierta puedo leer entre líneas:

 

Ve a rezar, hija mía. Ya es la hora

de la conciencia y del pensar profundo:

…………

Ve a rezar, hija mía. Y ante todo,

ruega a Dios por tu madre; por aquella

que te dio el ser…

…………

Ve, hija mía, a rezar por mí, y al cielo

pocas palabras dirigir te baste…

…………

Ruega, hija por tus hermanos,

los que contigo crecieron…

…………

Por el hombre sin entrañas,

en cuyo pecho no vibra

una simpática fibra

al pesar y a la aflicción;

que no da sustento al hambre,

ni a la desnudez vestido,

ni da la mano al caído,

ni da a la injuria perdón.

 

 

FUENTES DOCUMENTALES

- Arturo Uslar Pietri: Veinte y cinco ensayos

- Luis Correa: Terra patrrum

- Pedro Grases: Antología de Andrés bello

- Rafael Caldera: Andrés bello

- Luis Beltrán Guerrero; Perpetua heredad

- Efraín Subero: La vida perdurable

- José Ramón Medina: Ensayos y Perfiles

 

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