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Literatura Latinoamericana

CAMINOS DE ANDRES ELOY BLANCO. POETA VENEZOLANO
Marzo 14, 2009 por Néstor Pereira  

El reloj señalaba las 4:30 de la madrugada, aquel 21 de mayo de 1955. En el puesto de emergencia Nº 2, esquina de la avenida Cuautemoc, lo más importante fue el silencio. Andrés Eloy Blanco yacía boca abajo en una camilla del diminuto dispensario municipal mexicano. El pronóstico reservadamente sombrío, y por sobre los optimistas anhelos de quienes lo querían – que eran todos- la muerte firmó su epitafio.    En México amanecía. La mañana se adivinaba sonriente, pero en el corazón de la poesía venezolana esa noche fue, y sigue siendo, infinitamente más larga.

La casa donde naciera el poeta, en la oriental Cumaná, el 6 de agosto de 1897, es hoy un patrimonio de Venezuela. Allí están, entre otros, el cuarto donde viera la luz que lo acompañó toda su vida; y el parral de su canto “Las uvas del tiempo”, recuerdo de su infancia en noche de navidad madrileña,

“Cuando llegaba la sazón tenía

cada racimo un capuchón de tela,

para salvarlo de la gula

de las avispas negras, y tenía entonces

una gracia invernal las uvas nuestras,

arrebujadas en sus telas blancas,

sordas a la canción de las abejas…”

Y ahora, madre, que tan sólo tengo

las doce uvas de la Nochevieja,

hoy que exprimo la uva de los meses

sobre el recuerdo de la viña seca,

siento que toda la acidez del mundo

se está metiendo en ella,

porque tienen el ácido de lo que fue dulzura

las uvas de la ausencia,

 

ha vuelto a reverdecer.

En el corredor, desde donde se ve deslumbrar siempre el sol de Cumaná o su luna – porque cuando no hay sol hay luna en Cumaná- está la vieja biblioteca en cuyos estantes se alínean entre otros lomos dorados, tres volúmenes sobre los reinos de la naturaleza, acaso Kempis, Fray Luis de León, La Celestina y los Indios Caribes.

Más de diez años tenía el futuro bardo (Había nacido el 6 de agosto de 1896) cuando espigaron las banderas blancas de la Revolución Libertadora, revolución que le arrebató a su hermano Luis Felipe; muchacho que se fue corriendo tras un trapo blanco que le prometía libertad.  Entonces miraba la luz entre las uvas del patio. Tímido, enjuto como el padre, en el perfil el viento le construye el sueño. El niño ve cómo el cielo se esconde entre los sarmientos. Su alma de poeta verá cómo la abeja y el cigarrón despiden susurros alrededor del árbol; mira cómo la copa busca la nube; verá abrirse la flor de los abrojos. Tiene ya miedo de la soledad y él prefiere coleccionar luceros en lugar de trompos o pichas. Y así se fortalecen el sueño y la vigilia, aquella como tierna conciencia inclinada al alma de las cosas, para quien el sol es uva de fuego, la piña corazón de miel, miel el agua del río, el mango, la caña, el coco; el golfo sería mansa prolongación de la perspectiva costera; la iglesia, campanario sin dobles y sin cuervos.

Luego viene Margarita, su primer horizonte y aposento. La Margarita de la Virgen del Valle, madre del mar y sus marineros. La Margarita donde su infancia de poeta en crisálida soñaba domingos color de playa, donde entre dunas y arena quedaron atarrayados sus anhelos provincianos. Recuerdos gratos que siempre estuvieron enganchados en la pluma del creador de esencia de pueblos. La menuda sombra del hijo poeta andaría siempre tras la presencia del padre quien, además de sus dos oficios cotidianos, la medicina y el magisterio, le acompañaría su capacidad lírica y una inusual sensibilidad de paz interior. Así, con rostro sereno y mirada perdida lo contemplarían el hijo vestido de negro y las cinco mujeres de luto el día de su muerte repentina, en que, sin despedirse, ya no le amaneció la claridad del golfo cumanés entre los ojos. Tal vez esa mañana, acaso algún marinero de Araya venía por la calle Larga de Altagracia cantando aquello de “Ay Cumaná quien te viera”. Se cierra el portón de la casa de los Blanco; se cierran sus cuatro ventanas. Desde entonces comienza a morir físicamente Andrés Eloy Blanco.

La segunda estación es Caracas. Allí la vida es aprendizaje y vivencias de su mejor maestro de bonachonería, el viejo Luis Espelozín en el Liceo Caracas, el mismo donde Rómulo Gallegos era directivo. Es la llegada de la tiranía gomecista y el revoloteo de las primeras inquietudes de rebeldía estudiantil. Eran los días en que se expresaba en forma desinteresada el amor del estudiante a su tierra y su gente.  Son los primeros contactos de polémica intelectual fraterna; las lecturas de Darío y de los prolíficos inspirados venezolanos; la visión de España vuelta hacia su sangre y hacia su entraña lírica en alas de un Antonio Machado, de un Juan Ramón Jiménez del grupo de los del 98.  

Despuntaba ya la generación del 18 que aparece con razones de estudio propio y autocrítica estética; y que comienza a renegar de la excesiva “pureza” y del maquillaje de color y música de los modernistas, para ir al encuentro de motivos propios y credos nacionalistas. Con reminiscencias bastante diluídas del modernismo en una férvida exaltación venezolanista, TIERRAS QUE ME OYERON  da entrada a la vena poética de Andrés Eloy con notas y acentos disímiles que domina sin presión el tono mayor. Con fácil elegancia de versificación, nobles motivos, particularísima seducción musical expresa el amor de la tierra, la admiración de los Libertadores, los vaivenes del mar, de la llanura, de la mujer.   

A poco vendrá el Canto a España y su nombre resonaría continentalmente al otorgarle la Real Academia Española el premio de poesía. El poema recoge el sentimiento filial de un americano al país que le dio su lengua, su cultura y su sangre. En la época en que fue escrito el poema, prevalecía en los países hispanoamericanos el esclarecimiento a la “Madre España”, a propósito de la pérdida acaecida con la guerra con Norteamérica.

Con una visión plural de la tierra y de los hombres, con sus metros variables y sonoros, marchan también los sentimientos íntimos expresados en PODA. El poemario recoge los poemas de ayer del bardo amigo. Él mismo lo dice: “La vida lo hizo todo. Al dejar en este libro mis poemas de ayer, no los repudio. Los veo irse en el viento y amarillear en el verano. Sin la frondosidad de ayer, poco propicio al pájaro de viaje, cae el árbol a plomo en su propia raíz”.   

PODA reúne poemas de un período de transición entre su poesía primitiva y su poesía por venir, entre una elocuencia lírica juvenil y la remodelación de expresiones que los nuevos tiempos estaban demandando. Recoge este libro poemas definibles como crónicas en verso amenizadas de sátira o de ironía criollas. Quién no ha leído la leyenda caraqueña escrita con aire de romance y religiosa delicadeza, ”El limonero del señor? Quién no recuerda que en la esquina de Miracielos “la cruz de Dios al pasar bajo el limonero, entre sus gajos se enredó. Sobre la frente del Mesías hubo un rebote de verdor y entre sus rizos tembló el oro amarillo de la sazón?   Quién no ha oído la añoranza de la tradicional noche de Año Nuevo en su Venezuela, al expresar en “Las uvas del tiempo”:

Aquí es la tradición que en esta noche,

cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega,

todos los hombres coman, al compás de las horas,

las doce uvas de la Nochevieja.

Pero aquí no se abrazan ni gritan: Feliz Año!

como en los pueblos de mi tierra;

en este gozo hay menos calidad; la alegría

de cada cual va sola y la tristeza

del que está al margen del tumulto acusa

lo inevitable de la casa ajena.

 

Más tarde será la Universidad, la Federación de Estudiantes, una cátedra donde se aprende que la vida tiene como fin la libertad y la lucha contra quienes pretenden ahogarla. Aulas de la Universidad donde se gestaría nuestra segunda revolución juvenil después de aquella de la Victoria, en la independencia. Es el tránsito definitivo de la provincianía a la insobornable conciencia de todo el vivir y todos los andares. Pero, con todo, ya está en el tempranero poeta una pesada conciencia de la muerte, del hombre sufrido, del hombre que ama profundamente a su gente, a su tierra, a su país.

En BAEDEKER 2000, raro título para un poemario, Andrés Eloy, transfigurando la realidad mezquina en que vivía, nos lleva de la mano, como un guía que tramonta el tiempo, para mostrarnos el perfil de Venezuela transformada, sin odios ni rencores, hermanados los hombres y las regiones en el trabajo y en el afán de hacer una patria de todos. Es la visión de un país que crece y se desarrolla en usinas humeantes sobre las márgenes del río padre, en grandes y veloces ferrocarriles que cruzan llanos y montañas a favor del olvido de las contiendas que ensangrentaron nuestro suelo, que dividieron pueblos, diezmaron riqueza sembrando odios que parecían irreconciliables. El panorama es evidente en La novia de Juan Bimba, que es el trasunto de Venezuela, quien invita a los pobres y sedientos de la tierra para que abreven justicia y calmen hambres en nuestra tierra liberada del año 2000, porque estos ya tienen un río entre las manos y las manos convertidas en pan. La definición de este país la encuentra en el emblemático Juan Bimba, de quien expresa que “es el hombre del pueblo de Venezuela. Se llama Pedro Ruiz, Juan Álvarez, Natividad Rojas, pero se llama Juan Bimba”. Juan Bimba – dice- “va por las calles y los campos en una tierra enferma de heroísmo, viendo estatuas, saludando con su media sonrisa a los generales de bronce, a los coroneles de mármol”. Luego agrega en el poema: Tenía veinte caballos; la revolución le llevó diez; para seguirla, el gobierno se llevó los otros diez; y cuando no tuvo nada se lo llevaron a él”. Andrés Eloy encierra en estos versos todo un tratado de sociología venezolana.

El transitar por el mundo rebelde estudiantil, su postura de boinas azules fue para el poeta, pues, poco halagador desde el primer momento. La estación caraqueña sería larga y colmada de alegrías y tristezas. Larga al igual habría de ser luego – por soñador de libertades inalcanzables en aquella era – su permanencia en el mesón lúgubre de las prisiones donde se purgaba el crimen de pensar. Fue la Rotunda de Caracas y el Castillo de Puerto Cabello el yunque forjador de la siguiente etapa de poemas que el poeta fue recogiendo en BARCO DE PIEDRA.

1929. Comienza el reloj a caminar el largo viacrucis de grillos y torturas donde el poeta, revolucionario, debía cancelar su cuota de hombría. Está detenido. Su celda lo lleva a la evasión. La mazmorra le lleva a transitar fantasías. Se siente correr, camino del aire, por una llanura febril de combates. Recuerda los paisajes límpidos de su tierra natal; las costas vidriadas y los cálidos vientos que encrespan los ríos. Siente la libertad a su lado, en el ensueño. El poeta está exhausto. Concibe la muerte como única libertad, como único modo de transportarse más allá de los muros y los hierros voraces, única borda para saltar desde el BARCO DE PIEDRA. Es la canción de los hijos en marcha que entona hasta desgarrar la garganta o derrotar el pesimismo. El poeta tiene la visión de su último instante cuando expresa:

“Madre, si me matan,

ábreme la herida, ciérrame los ojos

y tráeme algún hombre de algún pobre pueblo,

y esa pobre mano por la que me matan

pónmela en la herida por la que me muero.

 

Mas, en aquel barco de piedra Andrés Eloy se hizo marinero de alta mar. Brisote de temporal en la vela del verso hinchado de angustia y dolor de pueblo que con mano magistral pintó el infortunio venezolano en LA JUANBIMBADA. Es de allí de donde emergen figuras como La loca Luz Caraballo glorificada, día a día, por el recital de los cachetes colorados de los niños del páramo merideño,

“De Chachopo a Apartadero

caminas, Luz Caraballo,

con violeticas de mayo,

con carneritos de enero;

inviernos del ventisquero,

con riscos y ajetreos,

se te van poniendo feos

los deditos de tus manos¨.

 

O en la petición del poeta al demiurgo de seres  humanos:

Pintor que pintas tu tierra,

si quieres pintar tu cielo,

cuando pintas angelitos

acuérdate de tu pueblo

y al lado del ángel rubio

y junto a un ángel trigueño,

aunque la virgen sea blanca,

píntame angelitos negros,

 

 o en el cuadro desgarrador de aquel Juanbimba que arrean al cuartel: Palabreo de la recluta.

Ya está fuera de los barrotes opresores. El bardo amigo, como dijera Lazo Martí, ha vencido un silencio de sepulcro que le impedía la voz incesante de sonrisas. Ahora vida y muerte combinan sus esencias en un entrechocarse de momentos líricos que se dirían síntesis de su filosofía optimista. Andrés Eloy ya está fuera de las rejas opresoras. Sin embargo, el confinamiento en tierras de Trujillo le hace transcurrir horas de canícula propicias al tedio o a la meditación. Brota el arcano que parecía proscrito de su mente. Todavía la idea de que la muerte es una cárcel para encerrar la vida, no puede dejar de sorprender que él, tan seguro de su muerte como de su existencia, pueda llegar a dudar de su tónica progresiva de vencedor continuo. 

Un día de 1936, Cumaná se adorna y embellece con sus mejores galas, con la más pura alegría de su cielo siempre limpio. Andrés Eloy Blanco, su hijo ha regresado. Acaba de morir el dictador, y él viene con su pueblo, aún oliente a calabozos humedecidos y aturdido con música de grilletes. Avanza acompañado de una muchedumbre delirante, llega ante la estatua del inmortal de Ayacucho, sube su pedestal, contempla el bronce del Gran Mariscal, se vuelve hacia su pueblo y le grita: “Felices los pueblos     que no se olvidan de sus hijos. Afortunados los hombres que no se olvidan de su pueblo”.

En el rosario del tiempo, Andrés Eloy desgranará los momentos de su actuación política que fue de primer plano. Porque Andrés Eloy no se limitó a convertir en bella obra poética la angustia y dolor de su gente sobre su tierra, sino que asumió además, en el campo de la acción donde con eficacia pudieran moverse sus facultades propias, responsabilidad de un ciudadano ejemplar. La lucha política lo contó en su seno; la demanda por una verdadera justicia social venezolana supo de su activa participación; la responsabilidad ciudadana tuvo en él a un máximo representante; la dignidad intelectual, un ejemplo vertical e inconmovible.

Como orador parlamentario, la vivacidad y reflexión de su discurso dejó huella profunda en sus compañeros de viaje. La multiplicidad de su talento soportó victoriosamente aquel cambio de oficio. La polémica política era lo más lejano que podía suponerse del poeta de Poda y Giraluna. Será el canciller de su amigo y ductor Rómulo Gallegos. Tiempo después y en hora aciaga, Rómulo Gallegos – refiriéndose a la actuación política del poeta- diría: Tú y yo,  acaso hayamos cumplido ya nuestros compromisos en ese campo y otros sean quienes hayan de llevar a buen término la empresa acometida, pero quienes mañana busquen ejemplos orientadores en tu nombre, en la integridad de tu persona encontrarán la cifra exacta y cabal de la dignidad venezolana.

Una lágrima del rosario del tiempo caerá y la arremetida de los hombres de presa, de los tiempos de violencia, lo arrojará al exilio. Andrés Eloy está en México. Playas lejanas de la patria, dos hijos y la esposa son el balance de su fortuna. GIRALUNA será su testamento. De superlativa calma interior, grave, delicada, intimista es la poesía de Giraluna, sumida en las congojas de la patria, en el dolor de la madre, en el amor de la esposa, y en la esperanza de los hijos. Bien lo dice Gallegos: “Bajo el cielo de México compuso él lo más fino y noble de su obra poética”.    

El poemario, de larga maduración, tamizado en hilos de finura, pespunteados a lo largo de sus reminiscencias, se acerca hasta la imagen de la esposa y siente que ya ambos han de vivir el éxodo, el último exilio: Cuando tú te quedes muerta; cuando yo me quede muerto, tendrán que enterrarnos juntos y en silencio. Obra en el poeta ese sentido crístico de que el sufrimiento purifica a los seres. Esa presencia viva del sepulcro que se aviva al final; saberse ya en el último recodo lo lleva hacia sus hijos, lo que resta de sangre en el retorno. Entonces percibimos su discurso en Canto a los hijos.

Tengo dos hijos, tierra, tengo dos hijos, cielo;

el andar que buscaba para el último paso,

las alas que pedía para el último vuelo”.

 

Luego reúne en sus hijos a todos los hijos del mundo y les ofrece su testamento:

Cuando se tiene un hijo,

Se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,

Se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga

Y al del coche que empuja la institutriz inglesa

Y al niño gringo que carga la criolla

Y al niño blanco que carga la negra

Y al niño indio que carga la india

Y al niño negro que carga la tierra.

 

 En el último vuelo del poeta, los hijos serán quienes abran con alegría la senda inevitable.

“Por eso, en este caso - agrega el poeta-

ya es hora de entregarte mi lámpara,

ya nos llegó el momento de que tu mano encienda

la luz que se me apaga”.

 

En absoluta madurez poética, Andrés Eloy ha escrito, tal vez, su mejor poema; y parece que en él confluyeran todos los rumbos anotados en su caminar por la vida. Es así como A un año de tu luz nace del fuego amoroso que consumía su alma. Nace en un momento dramático en que el poeta ve cómo se ha desvanecido el cuerpo materno. Y sabiéndolo definitivamente inmerso en lo intangible, lo revive y deifica en el poema. La madre es como una parábola inmensa. Muerta, vive en los hijos. Se completa y rebosa en sus miradas. Traspasa el límite del presente para inundar el porvenir. Por eso -dice el poeta-

Con bosque y mar, con huracán y brisa,

con esa misma muerte que te encierra,

de la gracia inmortal de tu sonrisa

llenos están los cielos y la tierra”.

Después de México, una vez más, a un venezolano, en este caso a Andrés Eloy Blanco, le ha tocado experimentar en carne propia la maldición de la tierra venezolana que él mismo señaló en uno de sus poemas, a propósito de la inesperada desaparición de uno de sus amigos: “que el hijo grande se le muere afuera”. Hoy como ayer, los hombres y mujeres de nuestra lengua, por quienes él cantó, por quienes él luchó, por quienes él sufrió, para quienes escribió, han de sentir su muerte; y la mejor manera de honrar su memoria es preservar su obra y pensar que lo mejor, según el mismo bardo dijera: “No hay que llorar la muerte de un viajero, hay que llorar la muerte de un camino”.

 

 

FUENTES DOCUMENTALES

- Alfredo Armas Alfonso: La casa donde se nace, la casa donde se muere.

- Eduardo Arroyo Lameda: Andrés Eloy Blanco.

- Rómulo Gallegos: Nuestro Andrés Eloy

- José Ramón Medina: Razón poética y semblanza humana.

- Fernando Paz castillo: Andrés Eloy Blanco.

- Luis Beltrán Prieto: El retorno de Andrés Eloy.

- Efraín Subero: Apreciaciones críticas sobre la vida y obra de Andrés Eloy Blanco.

- Andrés Eloy Blanco: Obras completas.

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