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Literatura Latinoamericana

ROMULO GALLEGOS: UNA SOLA POSICIÓN EN LA VIDA
Mayo 01, 2009 por Néstor Pereira  

En este momento en que Gallegos está arribando de nuevo a su tierra, Caracas ya no se pinta de techos rojos como la vieron sus ojos desde lo alto de la ciudad donde nació en agosto de 1884. Hacía tiempo que lo habían alejado con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana. Ante el anuncio de que ya está entrando en el cielo patrio, de la oquedad de sus ojos caen escasas lágrimas y recogiendo la desnudez temblorosa de la mano sobre el pecho exclama: “Otra vez sobre la misma tierra”.   Ahora de nuevo está en su país, ya no solitario como muchas veces se halló, sino acompañado de quien fuera permanente fundamento y constante aliento: su esposa Teotiste, remontando el largo viaje de sus ochenta años, junto al fervor crecido de todo un pueblo, la gratitud de sus allegados y la esperanza de la juventud. Y el hombre va, recogido en sí mismo, con su lento caminar hacia su próxima parada de la vida, deshilvanando la tela de la historia en su recuerdo.

En lejanía se presenta el trajinar de la política ante la responsabilidad del Ministerio de Educación. Más tarde en el Congreso Nacional delinea su pensamiento de hombre público: “Sólo cuando todos los ciudadanos nos impongamos la disciplina de hacer lo propio, lo que nos corresponde, aquello para lo cual tengamos aptitudes, honrada y patrióticamente, será cuando empezará el país a resurgir”. Finalmente, en la Presidencia de la República cuando la conjura palaciega lo depone, Gallegos salva su dignidad: “A tales pretensiones me he opuesto enérgicamente en la defensa de la dignidad del poder civil, contra la cual acaba de asestarse, una vez más, un golpe de fuerza dirigido al establecimiento de una dictadura militar. ¡Pueblo de Venezuela!: Yo he cumplido mi deber, cumple tú ahora el tuyo no dejándote arrebatar el derecho que legítimamente habías conquistado de darte tu propio gobierno por acto cívico de soberanía popular”.    En todo este tiempo de servicio a la República, siempre tuvo presente lo que palabra a palabra dejó gotear en sus años jóvenes en la revista Alborada: “El espíritu del republicanismo puro, declara a todo ciudadano capaz de ejercer el poder supremo; esta forma de lograrlo, favorece en más la audacia del aventurero que los méritos y aptitudes de quien acrisoló su destreza en el estudio y su conciencia en el deber”. En el mismo artículo cita más adelante: “De aquí la paradoja política de nuestra república: liberalismo en la ley, autocracia en su aplicación; y de aquí que haya sido siempre cuestión de azar, obtener un gobierno capaz de orientar por rumbos de patriotismo una labor cuya iniciativa ha estado reservada a un hombre solo. Y será cuestión de azar mientras un hombre sea la solución y una voluntad la única capaz de realizar el prodigio”. Su credo político se fortalece en el respeto a las leyes: “Nada importa el valor teórico de una ley, si no ha penetrado en la conciencia del pueblo; el nuestro viola las suyas porque las ignora casi siempre...Las viola el mandatario que las mira como un obstáculo, pasando sobre ellas, y las que han de legitimar sus tropelías interpretándolas a su modo”. Su credo político se sigue alimentando de situaciones ya vividas vaciadas en sus primeros trabajos de escritor: “Harto sabido es que los Congresos Nacionales y Constituyentes, en quienes reside, según el espíritu de la Ley, el supremo poder, ha sido de muchos años a esta parte un personaje de farsa, un instrumento dócil a los desmanes del Gobernante que por sí solo convoca o nombra los que han de formarlo”. Refiriéndose al culto del venezolano al hombre – providencia y no a la Ley, Gallegos sigue enriqueciendo su credo político: “Y esto será así, en tanto no nos penetremos todos, desde el primero hasta el último ciudadano, de que vale más un principio bueno que el mejor hombre en la curul del poder. Hombres ha habido y no principios, desde el alba de la República hasta nuestros brumosos tiempos: he aquí la causa de nuestros males”. Completa su credo político al referirse a la identidad política y nacional: “Nuestra alma nacional es algo abigarrado y complejo, sin colorido especial ni determinada fisonomía, con todos los matices de las sangres confundidas y todas las condiciones de las razas originarias. Un caudillo, la realidad viva de un hombre, es para él mucho más que una doctrina política, vacuidad de palabras que por no penetrarle lo aburren”.  

Por el hilo de su honesto pensamiento en bien de la República y en detrimento de los que siempre han pretendido el poder para el uso en favor de sus apetencias, se le fue de sus manos el poder a Gallegos, de un solo golpe de espada de los conjurados, y helo de nuevo camino al exilio, esta vez a La Habana y luego a México. Todo ello, no sin antes escribir su trabajo “Rendición de cuentas”, toda una justificación del por qué el hombre de letras se dio a la política: “Por haberle dado a las mías (las letras) esforzada ocupación en los duelos y quebrantos de mi pueblo, por haber tratado de explorar la raíz enferma de donde nos proviniera tanta hoja marchita en las ramas de la esperanza, por haber explorado también los horizontes por donde pudiese aparecer anuncio de tiempo mejor, fue por lo que me buscaron a mí mis compatriotas cuando se necesitó encabezar una buena empresa con un hombre que inspirase alguna confianza”. Remontando el carro la empinada cuesta de Boquerón, el viento le va silbando una y otra vez las palabras de bienvenida: “Con la frente en alto nos corresponde ahora comparecer ante el Presidente de la Dignidad Nacional”, a lo que responde con el sentido de enseñanza que siempre le alumbró: “Mientras ustedes sean dignos, yo continuaré siendo el Presidente de la Dignidad”. Al mismo tiempo le viene el recuerdo de la ocasión en que Andrés Eloy Blanco, el poeta de Cumaná, le llama “Maestro de Juventudes”. Título éste que bien se daba la mano con la iluminada revelación del hombre, del intelectual, del maestro, del escritor.

Al ser humano no se le puede presuponer su destino porque pudiera ser que siga el cauce que le abren, pero pudiera ocurrir, también, que haga el cauce. Con seguridad, Gallegos lo hizo. Ante la angustia viva de sobrevivir a una Venezuela sumida en arraigados males, el escritor abrió la compuerta tormentosa, para él, de su palabra viva, de su verbo vivaz y colorido puesto al servicio de la narrativa. Sobre la sociología desparramada en sus cuentos y novelas que signaron el destino de Venezuela estaría pensando en aquel marzo de 1936,  - acompañado de sus escasos contemporáneos de luchas y afanes - al arribar a bordo de la motonave “Virgilio”, desde España, una vez muerto el dictador de turno.  Ya en suelo de la Guaira, resuenan en sus oídos los gritos de alborozo del pueblo, de los escritores, de sus colegas de magisterio, de los estudiantes. Recuerda sus comienzos, cuando abandona la universidad por escasez de recursos, cuando entró al mundo del trabajo, sus primeros escarceos en la docencia. Su vida se le iba hacia adentro. Forma, al lado de Enrique Soublette, Salustio González, Julio Horacio Rosales y Julio Planchart, la revista Alborada, que según éste último “El alma de Alborada estaba formada por lo que el poeta portugués Guerra Junqueiro llamó dolor de patria. El estado de atraso del pueblo de Venezuela, su pobreza y su ignorancia nos llenaba de congoja el corazón”. La revista sirve de asiento a sus más importantes ensayos: Hombres y principios, Las causas, El respeto a la ley, El factor educación, Los poderes, Los Congresos. Estos primeros escritos abrieron la puerta a unos segundos que irían a ilustrar los primeros: sus cuentos y novelas. La revista El Cojo Ilustrado, la publicación literaria más importante que ha tenido Venezuela, abre sus páginas a la narrativa galleguiana con sus cuentos: Las rosas, La liberación, Las novias del mendigo, El último patriota, Los aventureros, entre otros. En otra renombrada revista literaria, Actualidades, Gallegos  entrega semanalmente un cuento donde pareciera que, al igual que Dostoiewsky, escribe para reprimir sus fantasmas, esos espectros de la maldad venezolana que irán apareciendo en sus novelas cada vez más agresivos, cada vez más visibles, pero que el autor los va arrumbando hacia los ardores del inconsciente colectivo. El fracaso que da paso a la sátira social y que a veces implica locura, muerte, en una permanente galería de lisiados morales, es la constante de cuentos como: Los Mengánez, El cuarto de enfrente, Alma aborigen, La ciudad muerta, La encrucijada, La hora menguada, La fruta del cercado ajeno, y otros.    

Cae la noche y la larga caravana arriba a la capital venezolana. Gallegos ya no percibe la euforia colectiva, pues su pensamiento va por otros caminos. Serán estos pensamientos los mismos de Reinaldo Solar en Reinaldo Solar, su primera novela, donde el autor exorciza la energía venezolana sin cauce, donde se evidencia lo estéril de la fuerza desorientada que conduce al hombre a pecar contra el ideal; el ser que no encuentra su ruta y que por eso mismo es todo caminos como la voluntad. Reinaldo Solar, un día amanece fundador de una religión nueva. Lider intelectual de un grupo de jóvenes idealistas, se da a la formación de un grupo de espíritus puros que deberá acometer la salvación de la patria. Ante situaciones como la inconstancia, la improvisación, el querer ganarlo todo en una sola jugada, Reinaldo se desilusiona, y derrotado por el espíritu sórdido del momento que vive, se lanza a la revolución, al golpe armado.

Todavía resuena en el subconsciente de Gallegos el disparo con que Hermenegildo Guaviare detuvo el reloj de la iglesia del pueblo a la hora de la barbarie y que un forastero, de paso por  el pueblo, extrae el proyectil y echa a andar el reloj, y con él, la voz del pueblo en protesta reivindicadora. Todavía resuena el pecado contra el ideal que cometió Marcos Roger, hombre de vida recta, ejemplo de dignidad en ese pueblo devorado por la sequía, quien resuelve entenderse con el otro caudillo, Parmenión Manuel, a fin de que las aguas regresen a su cauce natural. Todavía resuenan los abismales instintos de Basilio Daza, la inteligencia bribona e intrigante puesta al servicio de la perversidad. Es El forastero la novela donde convergen dos ramas de un mismo tronco de caudillaje rapaz, el primero, violencia sin freno, criminalidad nata; y el otro, astucia, vado, ambición reptante. Y en medio de los dos, la inteligencia al servicio del despotismo pero para beneficiarse a sí misma.       

En La Trepadora, el conflicto entre sangres y grupos opuestos se soluciona de una manera optimista, no sin antes recorrer el dilatado espacio de una lucha entre sentimientos superiores del espíritu y apetencias primarias del bárbaro. Entre Hilario Guanipa, de orgullo montaraz, jactancioso pero de noble impulso generoso, hijo natural del mantuano Jaime del Casal habido en Modesta Guanipa, humilde recolectora de café en la hacienda de éste último, y Adelaida Sotelo, de fina sensibilidad, educada por Beethoven, Liszt y Chopin, sobrina del hacendado, se efectúa la simbiosis. El producto: Victoria, la naturaleza elemental de Hilario Guanipa, cernida y tamizada a través del alma exquisita de Adelaida. Al final, la mansión solariega de los del Casal, queda ruinosa, abandonada, cubierta por la trepadora. Gallegos expresa de su novela La Trepadora:   “Yo no he querido hacer en La Trepadora un planteamiento de lucha de clases sociales, con partido tomado, sino una pintura de formación de pueblos que puede realizarse con alegría si se procura la bondad”. Sobrevienen aquí los desvelos del escritor por captar y simbolizar en una obra de arte, los confusos caminos formadores de la nacionalidad.

El carro rueda y cruza las calles de la ciudad y en la mente de Gallegos se van sucediendo las escenas de su película en pasado. Esta vez viaja por los mil caminos distintos de la sabana en la Semana Santa de 1927, en busca de personajes para una gran historia: la de Doña Bárbara. ¿Cómo nació la creación afortunada? Estaba yo escribiendo una novela cuyo protagonista debía pasarse unos días en un hato llanero y para recoger las impresiones de paisaje y de ambiente tuve que ir a los llanos de Apure… Llegué, adquirí amigos y al atardecer estaba junto con ellos en las afueras de San Fernando, gente cordial, entre ella, un señor Rodríguez, de blanco pulcramente vestido, de quien no me olvidaré nunca, por lo que ya se verá que le debo. El ancho río, el cálido ambiente llanero, de aire y de cordialidad humana. Alguna ceja de palmar allá en el horizonte, tal vez un relincho de caballo salvaje a lo lejos, respondiéndole quizás a un bramido de toro cimarrón, y por qué no a un melancólico canto de soisola. El llano es todo eso: inmensidad, bravura y melancolía.

Pero el espectáculo no era para reflexiones pesimistas y mi venezolano deseo de que todo lo que sea tierra de mi patria alguna vez ostente prosperidad y garantice felicidad, tomó forma literaria en esta frase: - Tierra ancha y tendida, toda horizontes como la esperanza, toda caminos como la voluntad-. Estoy seguro de que la formulé mentalmente y no tenía, ni aún tengo en qué fundarme para creer que el señor Rodríguez poseyese virtud de penetración de pensamientos; pero lo cierto es que lo vi sonreir como “cosa sabida”, cual si me hubiera descubierto que ya tenía yo personaje principal de novela destinada a buena suerte. Y en efecto, ya lo tenía: el paisaje llanero, la naturaleza bravía forjadora de hombres recios”. ¿Y los otros personajes? “Y el señor Rodríguez comenzó a presentármelos, interrogativamente: - Ha oído Ud. hablar de…”

La llanura es el escenario - personaje en Doña Bárbara “en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El llano asusta; pero el miedo del llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros”.

La lucha entre civilización y barbarie, constante temática galleguiana, adquiere en la novela contornos definidos: no se plantea entre dos grupos sociales dentro del país, uno inculto que encarna la barbarie, otro culto y foráneo representante de la civilización. Para Gallegos barbarie no es incultura, ignorancia; es juventud, dinamismo, recursos humanos inagotables como las riquezas de sus tierras. Civilización es simple aprovechamiento de fuerzas, canalización de recursos humanos, orientación racional de la riqueza que bulle en el alma venezolana.

Los personajes en esta novela no son símbolos en el sentido de que puedan ser clasificados como arquetipos rígidos, meras representaciones humanadas en una tesis preconcebida por el autor; son símbolos en el sentido de que son individuos tomados de la realidad viva del país que vienen a ser representativos de un modo de ser venezolano. Bien lo dice Orlando Araujo: “Doña Bárbara es una novela en esta forma: los personajes conservan su complejidad psicológica y toda su vitalidad, pero por lo que son y lo que hacen se definen como tipos ideales y quedan en la imaginación popular como símbolo”.      

Finalmente, en Doña Bárbara el autor llega al ápice del planteamiento de la problemática derrotista venezolana y de una solución efectiva. La obra está orientada a proporcionar una esperanza al pasado caótico de Venezuela, porque en ella se demuestra la posibilidad del triunfo de la civilización sobre la barbarie: una novela que mira a un futuro luminoso.

De los mil caminos distintos del llano, Cantaclaro toma el de la leyenda, el de la figura del payador. Obra fugaz, lírica, donde al estar despierto de Doña Bárbara se contrapone el estar soñando de Cantaclaro. Es el conflicto del alma dormida que es necesario despertarla. Es el drama de un pueblo que espera, que pide conducción y que no la encuentra. Juan Parao es esa espera, tiene hambre de justicia y de hazañas. Ya la culebra de fuego, la llamarada de la revolución viene rodeando la sabana y Juan Parao, desvelado por su sueño de justicia, invita a Juan Crisóstomo Payara y a Florentino Coronado a “alzarse”. A sabiendas de que no lo acompañarían, el primero, por honda decepción del país, y el segundo, por liviandad y la negativa al esfuerzo, decide actuar solo. Quiere “cambiar el menudo por la morocota”, y sólo encuentra la muerte anónima y dolorosa.

Payara, descendiente de godos, creía que podía acabar con los bandidos que se habían apoderado del país; pero la guerra lo asqueó y se decepcionó definitivamente del pueblo y de los caudillos, de los partidos y de las clases dirigentes. Payara se esfuma al igual que lo hizo doña Bárbara.

Florentino, es la fuerza jubilosa, es el cantador, el coplero de veladas y romerías que recorre los mil caminos del llano jugándose el destino y el corazón al compás del arpa. Cantaclaro le llamaban. Era, al decir de Juan Liscano “el poeta ensogando luceros”. Alrededor de estos tres personajes se teje la leyenda. Los tres desaparecen en el llano. Juan Parao se desploma en el intento de izar las banderas guerrilleras que nunca flamearon; Payara se reabsorbe en el fantasma del más allá; y Florentino se pierde “en las desiertas lejanías de la sabana”. Sólo quedan los fantasmas de las palabras. “Porque las palabras son los espantos de la sabana…todas las palabras que se pronuncian estando a solas, que es como generalmente se halla el hombre por estas tierras…En estos sitios callados y desiertos están suspendidas en el aire, o mejor dicho en el silencio, a orillas del camino, todas las palabras frustradas por no haber sido recogidas por el interlocutor necesario en toda conversación”.

 Ya la noche avanza, el carro vuelve a rodar. El hombre ensimismado en su propia y honda claridad interior pareciera convocar los vencidos fantasmas del pasado. Esta vez su encuentro es con los espectros de la selva. Es la vieja lucha hombre – naturaleza. Canaima es el embrujo de la selva que penetra, transforma al hombre y lo asume. El hombre apela al riesgo, a la hombría temeraria, a la violencia impune para realizarse en la plenitud que le acarrea su propia destrucción. Sabe que la lucha continua lo aniquila pero no encuentra formas de evadirla. Sabe que es explotado pero continúa afianzándose en los préstamos de quien lo extorsiona para complacerse en sus despilfarros y placeres. Puede decirse que la novela Canaima constituye una ingente alegoría saturada de contrastes tal como el mestizaje saturó el carácter venezolano.

Marcos Vargas nace y crece en un mundo de cruda fantasía: caucheros, sarrapieros, buscadores de oro y de diamantes volcaban sobre la ciudad ribereña del Orinoco, no solamente sus ganancias sino la magia de la selva. Y un día ella lo imantó y él se lanzó hacia ella. Marcos Vargas se pierde para el mundo de los racionales. Se rebela ante la injusticia de la vida de los caucheros, ante la violencia de los hombres de presa que consume a los más débiles, ante los crímenes impunes, ante la melancolía de la raza aborigen desheredada. No logra coronar ninguno de sus impulsos justicieros; y es la fuerza telúrica quien actúa en sus instintos y le fortalece la voluntad de regresar al mundo original. Un día tocará a la puerta de la casa del mejor amigo de Marcos Vargas, un joven mestizo de mirada clara y suspicaz. “¿Cómo te llamas?” Y el muchacho responde: - Marcos Vargas.

Algún crítico de la novela Canaima en vez de hablar de la novela de la selva tilda la obra de novela de Marcos Vargas. Y es porque tal vez se detiene en la lucha titánica de este personaje con su propio carácter, con su múltiple personalidad, con su moral individual que juega entre su generosidad y el abrupto rompimiento con su yo antiguo en busca de un alma nueva. Marcos Vargas se introvierte, retrocede en evocación conmovedora. El tiempo cósmico pasa a ser ahora tiempo metafísico que viaja en el recuerdo hacia lo más recóndito de la conciencia personal de un héroe de todos los tiempos.

Los fantasmas de los temas galleguianos siguen martillando en la mente y en la conciencia del autor. Esta vez martillan todos juntos en la novela Pobre Negro. Y es que todos se encuentran entrelazados: el del alma dormida, el de la antinomia entre civilización y barbarie, el de las luchas de castas y los mestizajes, el de la fuerza desorientada.     

El alma de la novela Pobre Negro está arrancada de la Guerra Federal, período de desgarres de la población venezolana, período de lucha de hermano contra hermano por la ambición de unos pocos que sumieron en la pobreza, en la miseria humana, en la ignorancia, en la injusticia al pueblo que, en vano, ha querido conquistar un futuro mejor. La acción de Pobre Negro transcurre en la región de Barlovento, uno de los escenarios de forje de la nacionalidad. Allí se oponen dos grupos sociales: el de los negros manumisos o esclavos y el de los escasos blancos, propietarios de ricas haciendas de cacao, caña de azúcar y añil. Los tambores resuenan sus cueros por todos los caseríos en noches de magia de San Juan. Negro Malo, trabajador en la hacienda de Los Alcorta, huye por los cacaotales mientras la luna juega sus fantasmagorías. Una sombra blanca va a su encuentro: es Ana Julia Alcorta, quien posesa de una extraña fascinación culmina la intuición progenitora de su destino: en ella habrían de juntarse amos y esclavos, blancos y negros. Lo que sigue es obra de los prodigios de mestizaje de sangre, de los complejos y vivencias de los individuos tanto blancos como negros, del acontecer histórico que reúne en las barajas de la suerte aventuras de sangre y muerte que empujan a los diferentes grupos sociales a engendrar la incipiente venezolanidad.

Al final, la novela que empieza con un repudio, finaliza con una aceptación. Es elocuente lo que nos dice Juan Liscano respecto de Pobre Negro: “Así, Venezuela. La Colonia repudió lo que había de telúrico e igualitarista en nosotros, de verdaderamente existencial, y pretendió sobreponer a la selva, un jardín. La selva se tragó el jardín. Guerrearon las Venezuelas entre sí, las razas, las clases, las sangres. Hervidero de muertes y resurgimientos”. Al fin, el amo ha de sembrar sus semillas.

El carro, finalmente, se para. Una tropelía de pasos lejanos rompió el armonioso clima de aquel mundo de intimidad del escritor. El hombre remetido en su propia y honda claridad interior, saborea ese moroso placer de los años ya lejanos. Ya, con el tiempo, aquella mano, enérgica y creadora de un mundo humanísimo de seres; aquella mano que puso a vivir el esfuerzo de espera de la esperanza de un pueblo; aquella mano que encendió la llama de la pasión noble y del coraje altivo, cesará su energía. Ya, aquí a su alrededor, se oye pasar el tiempo. Aquí, la soledad tiene voz de silencio, de piedra, de polvo, porque el novelista ha de retornar a su origen de niebla y lejanía. Y así sucedió. Gallegos, un viernes santo de 1969, ya no salió al llano a buscar personajes para su Doña Bárbara. Salió a otros espacios para encontrase con sus personajes cuyo soplo vital que animó su tránsito no será jamás borrado por el agua o por el viento, o acabado por el polvo o vencido por el tiempo.   

 

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