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Literatura Latinoamericana

A EFRAIN SUBERO: CON SUS PROPIAS PALABRAS
Marzo 16, 2009 por Néstor Pereira


Cuando se entra a Los Castores, el visitante ha de ir dispuesto a realizar un largo y maravilloso viaje, pues allí le espera un peregrino que desde la Isla de luz sobre el amor anclada, su segundo libro de poesía, un día el sol colgó su celaje oloroso a despedida para que en puerto desande su vida alegre y sufrida, y el proceloso mar lo enrumbara a tierra firme para derramar el sol oriental sobre las  mentes ávidas de beber conocimiento. Hoy, quiero visitar de nuevo al imaginario incansable porque no puedo continuar así, con esta sinvergüenzura ingrata del olvido; con esta facilidad para el recuerdo que se queda en recuerdo que es la penosa forma del recuerdo.
Llegar a la vereda deseada es entrar en un vergel donde las puertas siempre abiertas te saludan diciendo: ¡aquí es!. Sin presentarme, atravieso la sala y bajo las escaleras, como solía hacerlo, con saltarín entusiasmo y aparece ante mí un espacio donde reina el reposo y se respira aire fresco, donde la casa en el aire se confunde con la vegetación y con el crecimiento urbano. El taller del artista está amurallado de libros. En lugar visible se lee: “Al verme de mis libros rodeado, no envidio más riqueza ni otro estado”. Los cúmulos que forman los volúmenes parecieran desvanecerse y perder el equilibrio. En los rincones respiran con dificultad, piezas de artesanía que llegaron a visitarlo desde distintos puntos del país; y en especial sitial, sus maracas tienen sonido navideño. En uno de los espacios, un escritorio que le ha arrancado su existencia al tiempo se asoma en medio de libros y más libros. Y junto a él, una silla que tiene nombre propio: Efraín Subero Narváez.

     
Una boina se mueve inquieta al frente de papeles, fichas y libros y en mis adentros se me ocurre pensar en las razones del poeta para escribir sobre tantas y tan diversas cuestiones. Como si hubiera adivinado mi pensamiento, me extiende un pequeño libro, Razones,  poemario publicado en 1970, y leo en su primera página:


Escribo para liberar esta ansiedad
que enajena los pálpitos
y hace que el corazón pierda su compostura.
Escribo porque la mano me sacude;
porque las letras se suben a la cabeza y cantan.
Escribo porque todavía tengo fe en la palabra,
porque no me atemorizan el cemento
ni las conquistas espaciales.
Escribo porque soy incapaz de agredir
y ver que otros lo hagan en silencio.
Escribo porque sé que esto anda mal.
Escribo porque el hombre es culpable.
Lo hago por rescatarlo.
Pienso que la palabra Hombre
a veces, nada alcanza.
Habría que inventar otra palabra, entonces,
para este ser semejante a nosotros,
que habla como nosotros
y que es nuestro contrario.



Y ese incansable escribir comienza con sus orígenes en la callecita Nº 8 de Pampatar, donde “por lo general, los muchachos éramos pobres. Yo no recuerdo niños ricos en Pampatar. Acaso porque los pocos que podían haber eran amigos de nosotros y aprendían con nosotros a parecer pobres y humildes. Así íbamos creciendo igualitarios en la vida y en el sentimiento. Por lo demás, todo tendía a unirnos: la amistad del vecindario, la simplicidad de la vida social, lo esquemático de las costumbres, lo severo de la sencilla moral colectiva. En esa callecita, los juegos y las fiestecitas tradicionales los hacían vivir una permanente fantasía de alegre compañerismo donde “no había un trompo rico y un trompo pobre. Había un trompo simplemente; donde las Fiestas del Cristo lo emocionaban porque luciría su trajecito de dril blanco de casa de Licha; donde las navidades eran pura alegría y música, y donde el Rey Mago de cuerda y celuloide, regalo de su padrino, por mucho tiempo fue su amigo. Y ese escribir tiene su fortaleza en el sentimiento por lo nacional, por lo folklórico, por el corazón lúdico de los infantes. Su permanente preocupación por el folklore nacional, por el patrimonio cultural de Venezuela, por las tradiciones viene a florecer plenamente cuando publica “La Navidad  en la Literatura Venezolana”, con el ánimo de rescatar y fortalecer nuestras tradiciones como la única manera de afirmar nuestro espíritu y consolidar nuestro carácter. “Este año como todos los años, el Niño Jesús nacerá otra vez a las doce de la noche. Y manos humildes y reverentes  descubrirán su rostro en los innumerables nacimientos de las casonas provincianas. Este año como todos los años, el Niño Jesús olvidará las sucias alpargatas vacías, y volverá a preguntarse el niño pobre la causa de su olvido. Y llorará con pena. Este año como todos los años, los cohetes subirán presurosos al cielo anunciándole al mundo que nació el Salvador. Este año debería ser lo mismo que todos los años, pero ya no es así. Los parranderos deben tensar las cuerdas: el de la guitarra, afincar los bordones y matizar las primas. Se oye la música en lo más hondo del cuatro, la letra en lo más hondo del alma, las maracas desvanecen su cascabeleo, y los cantadores se asoman como se asoma la mañana.

    
 La verdad es que ante tanta lluvia de libros no hallo para donde mirar. De pronto, un cuaderno asoma su rostro infantil en un estante; es Matarile, la colección de poemas  infantiles del poeta, que uno a uno fue apareciendo de su mano en la revista Tricolor. Así, en silencio, Subero ha tratado de extraer del silencio las verdades mejores de los niños para vaciarlas en su trabajo “La poesía Infantil Venezolana”, una colección de poemas salidos de la magia de sus fichas bibliográficas y que emergió del silencio gracias a ser jurado del Concurso de Cuentos Infantiles del Banco del Libro. Ha llegado el día de convencernos que escribir de literatura infantil es escribir del niño y del ambiente que lo rodea; es escribir de la familia, de la escuela, del maestro, escribir del escribir. El maestro escritor considera que es en la etapa de la niñez donde se fijan las vivencias que van a ser definitivas a lo largo de la vida  del hombre y que en éstas, está la posibilidad de su realización o de su frustración. Por el camino de la poesía se construye y fortalece el espíritu, porque todo poema resulta de un estado de espíritu. Y el niño necesita de la poesía para formar su espíritu. Esta es la motivación de su trabajo “La literatura infantil venezolana”, presentado a la Academia Venezolana de la Lengua con motivo de su incorporación como Individuo de Número. Ya antes, al ser electo Miembro Correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua, había expuesto “La décima popular en Venezuela”, tal vez, su culmen como mente sistemática y organizada en el campo de la investigación literaria. El autor intenta en este trabajo estudiar los pormenores de la décima popular en Venezuela. Indaga en torno a la tradición hispánica de la décima para luego dedicarse al análisis de la expansión de la décima en América mediante un cuidadoso cotejo de analogías temáticas o formales existentes en el cancionero latinoamericano.


Miro de soslayo al escritor metido en su mundo de papeles, máquina y manos que golpean cada frase, cada verso, cada libro, impregnándolo todo con su decir de poeta. Poeta que se  forjó en el “Himno al árbol” y el “Himno a la madre” aprendidos en la escuelita de la calle Nº 8, en la contemplación del mar, en las fiestas del pueblo, en casa de Loña (su palacio de infancia y la magia de los corotos viejos), y los maestros de la escuela José Joaquín de Olmedo que también enseñaban amor. Y ese amor fue su poema de inicio:“Hoy te amo”, hilo conductor hacia su primer poemario “Estancia del amor iluminado” de quien Adalberto Carrasco ha dicho: “Su inspiración hoy tiene un cielo para la vieja vanidad de la luna, otro para el ensueño, y otro para el hombre, sencillamente hombre”. Al primero, sigue un segundo, “Isla de luz sobre el amor anclada”, de quien el propio poeta expresa: “Mis labios se abren para pronunciar el verbo franco y abierto de los pescadores. Mis versos antes de aparecer en forma de libro, ya habían sonado al oído de los navegantes… Esta gente de mar fue, pues, mi inspiración y mi mentor”. Al segundo, sigue un tercero. “Inventario del hombre”. Esta vez recoge al hombre, al ser humano en su propia dimensión. “Plantea el poemario en sí, la situación anímica del hombre… traté de interpretar el sentimiento de los demás. Creí cumplir así con mi deber de poeta, descubriendo al humano en un momento de la historia profunda de su espíritu, podemos vibrar al unísono con él, con sus angustias y sus anhelos. El poema surge lleno de interrogantes sin contestar, pues la doliente soledad del hombre, el miedo, la desesperanza, parecen eternos.
Y como los números son consecutivos, a un tercero sigue un cuarto: Todavía la noche”. Es este poemario la continuación natural del anterior. Tomando prestadas las palabras a José A. Rial, podemos expresar que la angustia es el tema de este libro. Esa noche en que la metáfora del título no acaba, que está con su negrura encerrándonos, que aprisiona al poeta entre muros, rigurosos aunque invisibles, es la zozobra del siglo. Es el poeta de los hombres que no puede saltar los obstáculos de la vida y rompe ese silencio amenazador que puede surgir de pronto en los golpes de la angustia.  A poco, el poeta sigue ensartando poemas para su rosario y aparece un quinto y luego un sexto libro: los poemarios “Casi Letanía”  y “Libro de elegías”. El primero es una poesía de solidaridad social, donde el poeta, con lenguaje preciso, sobrio y contundente, se dirige al hombre para mostrarle sus bajezas, sus injusticias y sus miserias. Por eso, Casi Letanía comienza así:


No vayan a decir que no es el hombre,
ese hombre borracho que obstruye las aceras.
El de las barbas adventicias,
alborotadas y mugrientas.


    
El segundo, el cuaderno “Libro de elegías” alza la palabra pura, vestida de inocencia, desprovista de pomposidad pero llena de delicada musicalidad para cantar a las cosas sencillas. Muestra de ello es la “Elegía personal”: “Por fin puedo decir que he logrado vencer esta rosa tenaz que nació en las junturas de mis manos. Había nutrido su raíz en mis venas. Todos los días feroces jardineros tenían que podar el aroma que me denunciaba aún en lugares recónditos. No bajan ya los colibríes a pintar sus minúsculos relámpagos en mis pupilas. Tampoco las abejas escriben monogramas amarillos en el ángulo del blanco pañuelo. Quedan las mariposas agoreras en todo el centro de la puerta  mayor. Pero ahora sé que sombra puedo dejar crecer. Ahora sé que puedo disponer de mi propia sangre” .


“Razones”, son las bases existenciales del poeta para expresar el agobio del hombre asediado por el tiempo, la reducción del ser a categoría cosística entre los entes, pero que sólo al vincularlo con el mundo de los significados esenciales, podrá tener su destino sin tiempo ni espacio. “Razones”  es el testimonio de ese padecimiento que a diario sobrelleva el hombre de la calle, el sin maldad comiéndole los ojos, el que tiene su pan y lo reparte, el que se adueña del horizonte y sabe que mañana, la pesca será menos escasa. Y para afirmar que “el drama de la vida no es la muerte, es la vida; aunque vivir con la plena advertencia de la vida, es vivir con la plena advertencia de la muerte”, Subero lanza “Nuevas Razones”. Si hay un espacio donde la poesía y el pensar se juntan es en este poemario. Aquí se sienten el diálogo interior y el contrapunto externo en un dúo con aire de monólogo. Aquí, las sentencias suceden a las sentencias que se desvanecen en imágenes para continuar con el ritmo de una leve canción seguida del silencio hacia una meditación profunda. El gran ausente es el tiempo.


Y es el tiempo el que prevalece en este momento, pues regreso a la tierra, abro los ojos y veo la cara de felicidad del maestro todavía manipulando sus fichas, mas esta vez las mueve con la destreza del mago docente porque sabe que su destino es irradiar conocimiento. Un día el maestro se le ve en un autobús camino de Los Robles en su Margarita para encontrarse con sus alumnos de cuarto grado en la escuela “Vicente Cedeño”. El autobús se le fue llenando de alumnos a lo largo del tiempo y de todos los rincones del país, desde los juguetones más pequeños, pasando por las tremenduras de los de secundaria, hasta los más formales de la Universidad. En todos dejó su impronta de “maestro”, a la par que les regalaba la sabiduría hecha libros. Pensando en el maestro y el niño, Subero reúne un conjunto de piezas teatrales publicadas en la revista “Tricolor”, en su obra “Teatro Escolar”, pues siente que los niños artistas de las escuelas se les mustian, que no tienen lo suficiente para encauzar las sensibilidades vírgenes que a ellas concurren de todos los rincones. El panorama es desolador, si se toma en cuenta que a la falta de material adecuado, se une la ausencia de interés y hasta de preparación de muchos maestros que limitan todavía el aprendizaje al simple acarreo de conocimientos.


La obra va junto con el hombre y el recuerdo es como la sombra de la obra del hombre. Los libros fueron antes y entonces y después de su hacer docente. Subero ha sido un maestro de pizarrón y tiza; pero ha obrado mejor en ideas enrumbadoras. Cuando dicta una clase, entrega un pozo para pescar ideas. Así lo hizo cuando nos legó su “Ideario Pedagógico Venezolano”, una pieza llena de citas y pensamientos pedagógico de los educadores venezolanos de todos los tiempos. El maestro expresa la razón de la obra: “Hemos tratado de recoger aquí un conjunto de textos permanentes por su valor o por la vigencia conceptual de su contenido. Conviene que digamos que este ideario nace de un  sincero y entrañable interés por la educación venezolana”. Continúa diciendo: “Intento demostrar con este libro que en pedagogía, sí tenemos una manera de pensar, más aún: contamos con una hermosa tradición que se enraiza en las desatendidas especulaciones de Simón Rodríguez, se afirma en el ideario cívico de Vargas, se continúa en la esperanza de Cecilio Acosta que era concluyente en torno a la necesidad de concebir una educación para todos que fuera de abajo hacia arriba, desde lo popular hacia lo aristocrático. Lamentablemente, el proceso educacional venezolano se ha efectuado a la inversa”. 

 
Qué recuerdos le han de traer al maestro Subero, aquella callecita Nº 8 de Pampatar, porque de allí salió con el alma llena de telurismo, de nativismo, de regionalismo, de amor por lo nuestro. De aquí saltó la chispa que prendió en su ser el interés por la investigación folklórica, por la literatura infantil, por la sociología de la literatura, por su labor de impulsor de cultura. La investigación es cuestión de años, de dificultades, de esfuerzos. Nace la idea, esplende el entusiasmo y comenzamos a ascender la cuesta. Tras un impulso vigoroso, otro hallazgo. Vuelve el morral al hombro. Se va haciendo camino. De esta manera, Subero fue recabando retazos para lograr la magnífica pieza jamás habida en Venezuela sobre el “Origen y expansión de la Quema de Judas”. El autor nos relata que el primer Judas que se quemó en Venezuela fue la efigie de Américo Vespucio. Desde entonces, año a año se quema un Judas. La gente se pregunta: ¿Quién será el próximo?.


Esta vez, el melancólico gemir del violoncelo despierta mi atención sobre la obertura de Mozart que debe estar acompañando el estado de ánimo del escritor, en tanto que los tipos de su máquina aceleran su traqueteo. Tal vez, el poeta estuviera rememorando los tiempos aciagos de El Tigre, pueblo provinciano donde “sentí el dolor de patria que es la suma de todos los dolores. Y en El Tigre fue la peripecia cultural, la labor docente que terminó en un maestro que se va a la fuerza y en un poeta que se queda y vuelve, y en un hombre que es todo eso y busca su destino al lado del pueblo para darle un verdadero sentido a su vivir”. Y ese sentido lo encuentra en su cátedra universitaria, desde donde lanza un alerta hacia dónde vamos. Actualmente, inmersos como estamos en el acarreo indiscriminado del producto cultural foráneo, ¿cómo queda el problema de la identidad venezolana?  “Sabemos – dice Subero – que nuestras culturas nacionales son demasiado débiles para permanecer indemnes al influjo de la ola ecuménica instrumentada por los poderosos medios de comunicación social. Siento que el valor fundamental – la nacionalidad cultural – que nos da nombre propio en la tierra, está gravemente amenazada. ¿Cuántos de los venezolanos compartimos este presupuesto de Don Simón Rodríguez: - No quiero parecerme a los árboles, que echan raíces en un lugar y no se mueven, sino al viento, al agua, al sol, a todo lo que marcha sin cesar-. “Si a todo esto se añade el vergonzoso desconocimiento de nosotros mismos, la erosión del patriotismo, el debilitamiento del sentimiento de patria, el mamonismo, quiero decir, el deseo de riqueza fácil, de bienestar, de mezquino confort, tengo que concluir por confesar que en verdad no sé hacia dónde vamos”. Estas y otras preocupaciones son los nutrientes no sólo de su permanente decir en el aula, sino también, de su trabajo “Hacia un concepto de lo hispanoamericano” y de su fortalecido discurso a propósito del 40º aniversario de la ciudad de El Tigre. “La patria puede ser un sentimiento y a lo mejor no es sino un sentimiento, pero tenemos que echarle una manito a ese sentimiento, para que la patria sea también nación, república y Estado, y sobre todo, pueblo. Vamos a tener que tomar en serio eso de ser venezolano. Vamos a tener que comenzar a preguntarnos qué es eso de ser venezolano, porque hasta ahora sabemos, y eso en gran parte nos ha salvado, que debemos conservar a salvo nuestra dignidad, pero no sabemos muy bien qué hacer con ella”.


Decía César Vallejo, poeta a quien Subero dedicó tantas horas de estudio, “El literato de puerta cerrada no sabe nada de la vida”. Sin embargo, nuestro poeta, a pesar de disfrutar de su biblioteca, estuvo abierto al mundo. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y las acciones contrarias a la realidad, las alegrías y tristezas de los pueblos, su destino, no le fueron ajenos. Tal es así que, ha recogido en sendos tomos “La vida perdurable”, la mayor parte de sus ensayos decidores de su intensa vida, de sus íntimas instancias. Sería interesante que los contenidos de estos libros constituyeran un universo de vida perdurable, que indique con presencia sincrónica, hecha, no obstante, de diacronías latentes, lo que la mano no pudo hacer.


Sin la menor intención de despedirme, un poeta es, casi siempre, milagro de la infancia. Cuando sus ojos son, de verdad, ojos;  cuando puede descubrir las cosas, el mundo le va enseñando versos: cocuyos, caracoles, pájaros, flores, arena, y el color. Por allí se comienza el camino hacia adentro, buscando el por detrás de las palabras que muestra, el por delante de la vida. Entonces puede llegar a conocerse con doloroso asombro, “que no cantan los cisnes al morir, cuando mueren de tristeza”. 

                                   
Han pasado las horas, el sol va cayendo, y con él la tarde se va tiñendo de rosa. El escritor eleva su mirada hacia el espacio, su rostro se enciende en una sensación de placer, como si disfrutara del sitio que él siempre anheló cuando leía a Lin Yutang: “Quiero un cuarto propio donde pueda trabajar, un cuarto que no sea particularmente limpio y ordenado. Quiero un lugar donde pueda ser yo mismo; quiero oir la voz de mi mujer y la risa de los niños. Quiero una buena biblioteca. Quiero tener la libertad de ser realmente yo”. Ahora, me voy tranquilo, y como él mismo dijera: “siento livianos los bolsillos y, enmendado de culpas, me dispongo a continuar el viaje”.

                                                                                                                                                                                                              

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