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Pensamiento Latinoamericano

IMPARIDAD DE AMÉRICA
Mayo 19, 2009 por Néstor Pereira 

El tema de la imparidad de América es abordado en este escrito con el propósito de mostrar las profundas diferencias que la historia ha develado en la formación de las nuevas culturas proyectadas en las dos Américas: la América Anglosajona y la América Latina, cuyas raíces ya vienen diversificadas en planos históricos y rasgos tanto étnicos como culturales anteriores al Renacimiento y al Capitalismo. Algunos enfoques sobre esta temática podemos inscribirlos en el marco de la interpretación de la realidad latinoamericana que se conoce como “Teoría de la dependencia”. No es el caso de la presente reflexión. Identificar la imparidad de América como simple efecto de una injusta distribución de los roles de “verdugo” y “víctima”, como a menudo ocurre en los discursos melodramáticos de la denuncia latinoamericana, implica ignorar que en la formación y evolución histórica de los Estados Unidos de Norteamérica y de América Latina hay dos culturas y dos civilizaciones, ambas de resonante pasado, pero también de muy diferente dinámica socio-histórica.

La relación asimétrica que hoy define la imparidad de América es, desde un punto de vista filosófico, el producto de una crisis de los valores cristianos en que enraízan unos y otros pueblos: el proceso en que la conciencia del hombre de la Edad Media se escinde en un conflicto entre la noción cristiana, solidaria, fraternizadora y trascendente del ser humano, y la noción humanista, personalizadora, competitiva y temporal que caracterizaría el nuevo rumbo de la civilización moderna. Como producto de esta crisis, el hombre anglosajón y el hombre hispánico asumieron contrapuestas direcciones. Históricamente, visto el recorrido, el primero enfiló hacia la búsqueda del futuro en aras de asegurar la primacía, que hoy la sociedad anglosajona reclama, de lo que se consideran valores económicos producto del industrialismo capitalista; mientras que el segundo se aferraba a su fructífero pasado, más por miedo a asumir la reforma que por apego a sus prácticas anteriores.

Al oponerse con todo el arsenal de sus valores, tradiciones y prejuicios, España se encontró navegando contra la corriente de un río que no era el suyo, y que se imponía como un proceso de satanización incontenible que dictaba las pautas de una civilización materialista, economicista, que renunciaba al Reino de Dios para situar sus expectativas en el logro del Reino del Mundo, el Reino del Hombre. Y, cuando la maduración histórica planteó la necesidad de conciliar tan opuestas direcciones, el hombre hispánico se vio precisado a navegar con brújula y timón ajenos, en un desgarrador renunciamiento a impulsos vitales que continuaron dentro de él, pero ya lacerados, palpitantes y contenidos.

Para muchos, el problema de la imparidad de América se circunscribe a la polarización de un área desarrollada y hegemónica y otra subdesarrollada y dependiente. Aceptar esto como un absoluto es desconocer determinados y muy notable procesos históricos movidos por fuertes resortes psicológicos que han hecho que el ser humano se vaya en direcciones opuestas. La historia muestra que esta imparidad es el resultado de los procesos de conformación social y cultural de Inglaterra y España, quienes ciertamente condujeron, de una parte, el abrumador poder del materialismo capitalista, encarnado históricamente en ese país; y de la otra, la defensa de los valores cristianos en una lucha en la que España terminó olvidando por qué luchaba y aspirando tardíamente a un cambio de ideal y de frente que la convirtió en la primera potencia subdesarrollada y dependiente de la historia.

La historia de los pueblos inglés y español, proyectados actualmente en las dos Américas, comenzó en tiempos tan remotos como las cosas que no han sido fechadas. Tres mil años antes de Cristo, los Celtas irrumpieron en España y dominaron a los Iberos; y en Inglaterra, sojuzgaron a los Caledonios. Más tarde, con motivo de las Guerras Púnicas, los Romanos ocuparon a España y la anexaron al imperio. En su afán conquistador, con la toma de Las Galias, Roma encuentra motivo para incorporar a Gran Bretaña a sus dominios. A la cola de la dominación romana, llegó el Cristianismo a España y a Inglaterra. Ya el Imperio Romano en caída, las hordas de bárbaros se aposentaron en Europa. A Gran Bretaña llegaron los Anglos y los Sajones quienes terminaron ocupando las islas y dieron el nombre de anglosajones a los habitantes de la futura nación. Entre tanto, sobre España caían los Vándalos y los Alanos, y luego, los Visigodos en sucesivas invasiones, para fundar un reino basado en la propiedad de la tierra y en una aristocracia excluyente y tiránica. Hacia el año 836 después de Cristo, los Normandos invaden a Inglaterra y la someten a tributación; en tanto que los Arabes dan cuenta de España. En tales circunstancias, la conducta de las clases dirigentes de ambos países fue diametralmente opuesta. Mientras los españoles cifraban sus aspiraciones de reconstruir su unidad conservando y acentuando diferencias étnicas, sociales y religiosas, en Inglaterra se interesaban en atenuar la violencia mediante la fusión de Anglosajones y Normandos en un solo pueblo. A la par que en España los capitanes exitosos se apropiaban, a título personal, de los territorios por ellos reconquistados para formar feudos y reinos basados en la venganza y en la represión, en Inglaterra se creaban escuelas para Anglosajones y Normandos, y se traía para ellas los mejores maestros de Europa, congregándolos en el Colegio de Oxford. Así comenzaron a darse los procesos ideológicos y conductuales que darían fisonomía propia al futuro de esas dos naciones: España e Inglaterra.

La historia también ha dado cuenta de cómo el factor unidad se tejió desde los comienzos de la nacionalidad de ambos países. Mientras Inglaterra reunió en una sola corona las tierras reconquistadas por Guillermo el Conquistador, iniciando así un proceso de consolidación nacional, en España se desarrollaba la epopeya más prolongada que haya ejecutado pueblo alguno por la liberación de su territorio. Una guerra en que las generaciones españolas aferradas a un ideal religioso y excluyente, se disputaron el honor de rescatar cada parcela de España y atribuírsela como propiedad personal. Fue surgiendo una España múltiple en que el único factor de unidad era el religioso. Mientras Inglaterra daba término al proceso de feudalización al propiciar la unidad de sus territorios, la Reconquista española, más que una guerra nacional fue misional y los méritos cosechados en ella jamás se reconocieron por su proyección en la integración de la Nación, sino por el pedestal que proporcionaba a la gloria personal de los caudillos. La vigilancia ideológica en los reinos resultantes de la reconquista española comenzaba por regular el proceso de repoblación mediante la selección de “cristianos viejos” para ser transplantados a los territorios recuperados donde eran estimulados por el reconocimiento de fueros y privilegios que consolidaban una sociedad y una cultura de castas.

En ese contexto de fanatismo y delación germinaron los Rinconetes y Cortadillos en los que Cervantes plasmó la virtud principal de los rebeldes: la picardía. Y entre místicos y picarillos prosperaron también, y con poder, esos personajes que Moretá describe como “clase económico-social de Castilla en el siglo XIV cuyos individuos empleaban la fuerza y la violencia en sus múltiples expresiones, desde el asesinato a la violación, el robo y la rapiña en contra de las demás clases sociales”. Y mientras cada español cifraba su futuro en arrebatar tierras y bienes a los árabes y la bolsa a los judíos, los ingleses obligaban a sus reyes a firmar la Carta de Libertadores que sirvió de base a la Carta Magna, con la cual comenzó la historia constitucional de la Nación Inglesa, cuya máxima expresión se produjo al constituir el Parlamento con la Cámara de los Comunes como órgano preponderante del poder público. Los representantes de la burguesía inglesa enfrentaron los abusos y despilfarros de la nobleza y del clero, particularmente en lo relativo a la administración de impuestos y a la demanda de políticas proteccionistas para los negocios. Ya en el siglo XIV se definía un proyecto nacional basado en las actividades productivas y en la riqueza como sustento del bienestar del hombre y del poder político.    

Un hecho trascendente sobrecoge el amanecer del siglo XVI, cargando de posibilidades insospechadas el quehacer del hombre europeo: América aparece ante los ojos del mundo hasta entonces conocido. En este alborear de la historia moderna, España e Inglaterra, viniendo de remotos pasados por distintos caminos y por diferentes motivos, llegaban a la cita del proceso político europeo que, sobre las ruinas del Feudalismo, consolidaría el poder absoluto de los reyes y el desarrollo de una economía competitiva. Justamente, en 1485 los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, culminaban la campaña que echaba del territorio español al último rey mahometano. Y, precisamente, en aquel año, una dinastía burguesa enriquecida en el comercio, los Tudor, ponía en el trono de Inglaterra a Enrique VII. El poder económico tomaba su primer trono. Mientras Inglaterra desembocaba en la definición de un pueblo nacional mediante el control por parte del rey, de los poderosos de la nobleza terrateniente y de los jerarcas de la Iglesia, en España, el matrimonio de los Reyes Católicos unía dos Coronas, pero no en un mismo gobierno ni sobre un mimo pueblo. En realidad, en Inglaterra, la insularidad hizo obligante que los gobernantes atendieran los problemas de aprovisionamiento, y desde muy temprano tomó allí cuerpo la intervención del gobierno en los asuntos económicos; conducta que el léxico de la economía denominaría más adelante “el mercantilismo”. Riqueza y poder comenzaban a significar una misma cosa. Andando el tiempo, la noción de riqueza se afincó en la búsqueda de la autosuficiencia productiva y en la capacidad de exportación.

España, también, tuvo interés por la riqueza, pero ésta quedó satisfecha plenamente con el atesoramiento del oro y la plata que llegaban abundantemente del Nuevo Mundo. Para España carecían de sentido los motivos de autosuficiencia que en los demás pueblos de Europa impulsaban el mercantilismo con su consecuente reproducción de ganancias. Con mucho metal precioso y más prejuicios contra el trabajo, los españoles se convirtieron en los grandes compradores de Europa. Así, los tesoros de América terminaron enriqueciendo las economías de Inglaterra y Francia, dejando en España una inexplicable sensación de frustración. Es de justicia destacar que la España de los Reyes Católicos recibió la influencia del Renacimiento italiano, de donde surgieron los grandes mecenas de poetas, músicos, pintores y cuanto artista podía aportar lujo a sus palacios, y placer a sus sentidos. Bien decía don Marcelino Menéndez y Pelayo: “Mientras en España había un grande y admirable desarrollo de las Ciencias eclesiásticas, en Inglaterra nacía una filosofía de carácter práctico, positivo, experimental, que condujo a cierto linaje de estudios que Adam Smith, dos siglos después apellidó:”Ciencia de la riqueza”.   

A la muerte del rey Fernando vino a sucederle un príncipe extranjero que, a regañadientes se dignó viajar a España para recibir la corona. Fue Carlos I, más conocido como Carlos V de Alemania, quien pasó a la historia como el soberano “en cuyos dominios no se ponía el sol”. También la historia da cuenta del grupo de rapaces que bajo su beneplácito saquearon los tesoros que de América llegaban a España. De los cuarenta años de reinado de Carlos V, éste permaneció en España sólo diecisiete. Durante sus largas ausencias, sus ministros y secretarios gobernaron bajo el lema de la individualidad sin llegar a sentirse jamás parte del imperio. En estos antecedentes podría hallarse la explicación del individualismo que heredaron los gobernantes hispanoamericanos.

La situación en que recibió Felipe II, sucesor de Carlos V, la corona de España no podía ser más grave. España centraba su atención política en el Concilio de Trento, cual era la de limitar los avances del protestantismo n Europa., por lo que la actividad más importante del Estado español era la vigilancia de la ortodoxia católica. Felipe II suspendió los pagos a los banqueros, y para satisfacer las necesidades de la Corte puso en venta los cargos municipales y enajenó jurisdicciones, institucionalizando la venalidad en sus dominios, que haría de la corrupción administrativa la conducta regular de los gobernantes en la América española. Entre 1503 y 1660, España recibió de América metales preciosos por valor de 527 millones de ducados, de los cuales 396 millones fueron a parar a las arcas privadas, y sólo 140 millones los utilizó el reino. En esas condiciones, la inmensa fortuna que recibió España de América no le sirvió para consolidar su economía y reforzar su hegemonía en Europa, sino que intoxicó su política, paralizó y retrogradó su economía para convertirla en la primera impotencia del desarrollo capitalista.

En Inglaterra, Enrique VIII, contemporáneo de los reyes de España ya mencionados, inmoral y torpe, pero fuerte y decidido, conquistaba popularidad por su afán de hacer de Inglaterra un reino grande. Asesorado por cancilleres como Tomás Moro y Thomas Cromwell se convirtió en el déspota más disoluto que haya ocupado el trono de Inglaterra, pero ciertamente, estimuló la ciencia y la economía que ya comenzaba a coincidir con los intereses de la burguesía. Rompió con la Iglesia católica y con los protestantes y creó la Iglesia de Inglaterra, la Iglesia anglicana, bajo una rigurosa reglamentación. A la muerte de Enrique VIII, Inglaterra quedó fuertemente unificada y orientada hacia la consolidación de un modo de vida apoyado en la prosperidad material, y deslastrado de escrúpulos limitantes para los negocios y el placer.

El punto final de la acción de Felipe II fue la construcción de la Armada Invencible para combatir la infiel Inglaterra. A la lenta movilidad de los pesados navíos españoles se enfrentó la agilidad de las livianas naves inglesas al mando del pirata y ahora almirante sir Francis Drake. Todo se perdió. La destrucción de la Armada Invencible casi sin combatir demostró el atraso técnico de España. En los templos del imperio español se explicó la causa de la derrota: los pecados de los españoles.    

Cuando el Nuevo Mundo se reveló a Europa en condiciones de indefensión, éste fue penetrado, conquistado y colonizado por dos concepciones diferentes -por no decir contrarias- acerca del hombre, de la naturaleza y de la sociedad. Una, corporizada en España, se asomaba al siglo XVI consolidando los valores de la sociedad teocrática medieval; la otra, en Inglaterra, tomaba la delantera en los procesos que caracterizarían la Edad Moderna: la laicización de la cultura, la ciencia experimental, el ascenso económico de la burguesía y el capitalismo industrial. La penetración inglesa en América comenzó en la segunda mitad del siglo XVI, aunque no fue sino a principios del siglo XVII cuando se formalizó el establecimiento de colonias. Para Inglaterra, el Nuevo Mundo fue primordialmente la presa de un enemigo afortunado, al que veía incapaz de sacarle provecho en términos de construcción y fortalecimiento de una economía nacional.  De las expediciones realizadas por España en América llama la tención la evidente superficialidad de sus objetivos y la dispersión de esfuerzos en una serie de empresas que carecían de coherencia en un plan efectivo de colonización. Desde la búsqueda del oro hasta la ansiedad de encontrar la fuente de la eterna juventud, la imaginación movió propósitos y esfuerzos voluntaristas e inorgánicos que apartaron a los conquistadores de la senda del progreso. Cuentan los cronistas, la sorpresa de los españoles cuando, ya a finales del siglo XVII, encontraron a sus enemigos, los ingleses, instalados en su vecindario. ¿En qué medida esta característica de la conquista española afectó a las colonias, haciéndolas presa fácil para el expansionismo territorial y comercial de Inglaterra?    

Fue en 1620 cuando se produjo la llegada de los primeros auténticos colonos a América del Norte. Centenares de familias puritanas, calvinistas, disidentes de la Iglesia de Inglaterra, tuvieron que abandonar su patria y refugiarse en Holanda. Cuando el rey de España dispuso suspender el armisticio acordado con Holanda e incorporarla al imperio español, los asilados se vieron entre la espada y la pared, o caían en manos de los anglicanos de Inglaterra o, peor aún, en manos de los papistas de España. Fue cuando un grupo de ellos contrató los servicios del barco Mayflower quien los arrimó a las costas de Cabo Coid en América del Norte. La más elocuente demostración de las inmensas diferencias de motivos, condiciones y propósitos entre los españoles y los ingleses en la colonización de América es el documento que redactaron los peregrinos del Mayflower al desembarcar: “Los firmantes, quienes hemos comenzado el establecimiento de la colonia inglesa en estas apartadas regiones, para la gloria de Dios, la propagación de la fe cristiana y la grandeza de nuestra patria, unidos en un sentimiento mutuo, solemnemente y delante de Dios, por la presente convenimos en formar un cuerpo de sociedad política con el fin de gobernarnos a nosotros mismos y trabajar por realizar las ideas arriba expresadas. Acta constituyente, declaración de principios, proclama de libertad, pacto social, están presentes en ese documento que contrasta con el pecado original de las sociedades nacidas en la colonia española, hecha por aventureros sin escrúpulos, sin más ley que la del más fuerte, sin más propósito que el expolio, sin más compromiso que un regreso afortunado y sin frenos éticos en un encuentro de sangre cargado de soberbia, odio y humillación.

La historia, en pleno proceso de colonización, muestra las notables diferencias de principios y medios de uno y otro imperio. La economía de Nueva Inglaterra fue dominantemente agrícola y pecuaria; en tanto que la economía minero – extractiva fue propia de las fundaciones españolas. Desde un principio, los colonos ingleses se negaron a incorporar aborígenes a sus comunidades; no así los colonos españoles quienes no hubieran podido vivir sin ellos. La separación étnica se mantuvo rigurosamente en los ingleses, como base de la preservación de principios, tradiciones, instituciones y prácticas culturales; en tanto que el colono español, sin escrúpulos, redujo a los indígenas a la servidumbre, para refocilarse con las mujeres y abrir la espita a los conflictos de un mestizaje fundado en la violación y el despojo. Los colonos ingleses mantuvieron la estructura de clases traída de Inglaterra, propia de la cultura mercantil: los ricos eran ricos y los pobres, pobres; sin embargo, la oportunidad de ascenso social estaba al alcance del esfuerzo personal y familiar en el trabajo, guiados por la conciencia individual bajo la lectura e interpretación de la Biblia. Los españoles, hidalgos sin fortuna e infortunados sin hidalguía, venían a América a jerarquizarse socialmente mediante la apropiación de riqueza realenga, y atenidos a una absolución moral y religiosa que podía comprarse con las indulgencias. Para el puritano inglés, él y su conciencia eran su propio sacerdote y juez; par5a el católico español, el sacerdote era otro, sobre el cual se podía descargar el subproducto moral de sus aventuras y tropelías, y quedar como nuevo.

Dentro de una política definitivamente imperial, Inglaterra reconocía la libertad política de los colonos y su capacidad para elegir gobernadores, aunque con la presencia del Consejo del Rey que vigilaba los intereses de la Corona. Las colonias españolas eran gobernadas por funcionarios impuestos por el gobierno central, sin más orientación política que la de desconfiar de aquellos que harían lo posible por quedarse con los dividendos del Rey. La historia también revela que cuáqueros y católicos siguieron a los puritanos en su andar hacia América para eludir las masacres que caracterizaron las guerras de religión en Europa. Con ellos también venía la intolerancia protestante, no menos fanática que la católica; pues, mientras los españoles afirmaban sus prejuicios sobre el criterio de limpieza de sangre, los ingleses lo supeditaban a consideraciones económicas. Para los católicos españoles, el trabajo era una tentación para los pobres y un pecado para los ricos; para los protestantes, era la expresión de la gracia de Dios y la marca de los predestinados a la salvación.

Mientras la colonización ocurría en el Nuevo Mundo, el pensamiento europeo tuvo fuerza para madurar y devenir en doctrinas filosóficas cuya base fue el Racionalismo: Empirismo en Inglaterra, Idealismo en Alemania y Enciclopedismo en Francia. En España, donde la ortodoxia escolástica era la ideología básica, se produjo como réplica al nuevo pensamiento: el Neoescolasticismo. En el nuevo pensamiento europeo, Estado e Iglesia eran dos entes separados, hasta contrapuestos. No así en España, cuyos reyes querían consolidar el Estado, y a la vez, ser campeones de la Iglesia. Si se pudiera tener una lectura de la historia bajo el lente de la Hermenéutica, podrían percibirse, de manera distinta, claro está, las influencias del nuevo pensamiento europeo en la Independencia de Iberoamérica y de los Estados Unidos de Norteamérica. En el segundo caso, el mismo poder del pensamiento ilustrado fortaleció la idea de independencia, a pesar de que la metrópoli emergía en esos momentos como la primera potencia comercial, industrial y naval del mundo. En el segundo caso, el pensamiento en que estaba imbuída España, no ayudó en mucho a la independencia de esta parte del mundo; fue el resultado de la debilidad y decadencia de la monarquía española y de su poder imperial.

La ocupación de España por Napoleón ofreció la coyuntura para que las colonias hispanoamericanas se separaran políticamente de la metrópoli; pero las contradicciones en que éstas se debatían eran tan grandes que se constituyeron bandos defensores y condenatorios de los derechos de Fernando VII. La decisión de algunos criollos de dejar las cosas como estaban y no sumarse a la gesta independentista provocó, para algunos historiadores, la guerra civil en estas tierras. Así, las tendencias personalistas y fraccionalistas que se generaron en los medios políticos fue el problema fundamental de Simón Bolivar en la Campaña Admirable de 1813, al querer convertir aquella guerra de criollos contra mestizos, de campo contra ciudad, de esclavos contra amos, en una guerra de libración nacional. Lograda en esas condiciones, la independencia de Hispanoamérica, ésta desembocó en una crisis constitucional de los nuevos Estados, caracterizada por:

·      Una rebelión contra los elementos constitutivos de su propia historia.

·      Un proceso de fraccionamiento político cuyas grietas eran más profundas y de mayor alcance cada día.

·      La adopción de objetivos, normas e instituciones provenientes de la moderna Europa, pero que eran ajenos a la conformación psicológica, social, cultural y económica de los propios pueblos.

·      La debilidad constitutiva de las naciones que, así conformadas, recibieron la fascinación de las instituciones europeas, y junto a ello, un nuevo modelo de colonización.

El carácter dependiente que signó los procesos de formación histórico-social de América Latina, al definir y orientar sus expectativas hacia la fascinación de la civilización europea, bajo una posición de ruptura vergonzante con su propio pasado, neutralizó en el latinoamericano las posibilidades de buscarse, identificarse y definirse en lo que efectivamente es, y situarse en lo que realmente puede llegar a ser. Así, situados en la historia, los pueblos de esta parte de América jamás han llegado a cohesionarse como conciencia de su propio ser. Alienados por una cultura eurocentrista que los encierra y los vuelve contra sí mismos, han terminado llenando su historia de frustraciones, y remitiendo su importancia a las promesas del primero que les ofrezca pensar por ellos.

La presencia de Inglaterra en los asuntos de las nuevas repúblicas fue permanente hasta que su hegemonía cedió paso la norteamericana; pues ya la colonia del norte había superado a la metrópoli. Inglaterra estimuló y protegió la creación del Imperio del Brasil, poniendo una flota al servicio del traslado de la Corte portuguesa a América. Inglaterra armó la guerra de la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) contra Paraguay por haber cometido este país el pecado de iniciar su propio desarrollo. Inglaterra promovió la guerra de Chile contra Bolivia y Perú cuyo resultado fue la apropiación de los territorios salitreros de Bolivia por parte de Chile, que Inglaterra pudo explotar cómodamente. Por el camino del desarrollo competitivo enseñado y practicado por la metrópoli, los Estados Unidos de América inician su expansión hacia la otra América, con la proclama de Monroe en 1823, conocida como la declaración de “América para los americanos”. Los efectos de la doctrina Monroe se vieron en las acciones de la nación del norte. Buena parte de los territorios de este país fueron comprados a Francia, Inglaterra, España y Rusia en negociaciones respaldadas por la fuerza. Parte del territorio mexicano fue anexado a la nación en expansión como consecuencia de la guerra. Culmina el siglo XIX con la ocupación de los territorios de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, por obra y gracia del poder temporal del nuevo Imperio. La independencia de Panamá, así como las cruentas guerras civiles de Guatemala, Nicaragua y El Salvador, han sido obra de la ambición desmedida del país del norte.

A la emancipación política de sus metrópolis, los pueblos latinoamericanos quisieron tener la emancipación mental, la independencia cultural. Y para ello, el camino que tomaron fue la ruptura con el pasado vergonzante y la adopción de un modelo que le permitiera al hombre de esta parte del mundo, ser un verdadero hombre, como el europeo anglosajón. Para ello, el latinoamericano arrancó raíces propias, recortó lo que era suyo, destruyó su pasado, asimiló lo extraño.  Estados Unidos y la Europa occidental era el modelo a seguir. Así, los pueblos latinoamericanos se han visto obligados a elegir entre lo que eran y lo que querían o tenían necesidad de llegar a ser. Pueblo que se han negado ya a ser lo que habían sido, pero sin poder ser, a su vez, lo que anhelaban ser. El no querer ser lo que ha sido y el no poder ser lo que ha querido ser, ha sumido al hombre latinoamericano en una permanente espera, en un presente expectante. Tal pareciera ser la dimensión histórica del hombre de este nuevo mundo.

 

 

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